Según cuenta ella, un hombre robusto de tez oscura, se le había aparecido esa misma noche. Ella yacía descifrando caritas en las nubes, tumbada en un prado de amapolas blancas. Él, acostándose junto a ella, mientras le acariciaba el pelo, le susurró al oído que era Él y por el bien de la familia, la encomendaba tal misión.
Tenía que ocurrir esa misma mañana, antes de las dos del mediodía y sobre todo era muy importante que para liberarlo, la muerte le abriera la piel.
Cogió el cuchillo de cortar pescado y se dispuso, enfundada en su camisón de raso con puntilla dorada.
Unos niños del barrio la vieron, y dijeron a la policía que habían visto a una bruja desplazándose sin tocar el suelo, afilando con sus dientes una larga uña mientras gritaba “libertad” hacia el cielo en dirección al campo de fútbol. Por supuesto no les hicieron caso, y para cuando llegaron había matado a las cinco personas que se le habían cruzado de camino.
Era época de cerezas.
El abuelo iba al campo de fútbol todos los domingos, los sábados al mercado. Alarmado por el jaleo de las personas que asistían al macabro espectáculo, al bajar del autobús fue directo para allí. Al ver a su mujer amenazando a los agentes envuelta en danzas líricas, soltó las bolsas de la compra de sus manos y cinco quilos de cerezas se esparcieron milagrosamente entre la arena; ella, al verle, corrió hacía él a tal velocidad que despegó impulsada por los piñones de las cerezas que explotaban bajo su peso; el golpe en la cabeza fue tan tremendo que perdió el conocimiento al acto. Cuando quedó su cabeza sumergida en un charco de sangre, se atrevieron a acercarse. Nunca encontraron el arma.