Un edificio

Me fue imposible articular media palabra. Tenía el esófago completamente dormido y todo cuanto pude ofrecerle fue un leve movimiento de mi mano derecha. Para entonces, ella había desaparecido. En cualquier caso, el entramado de pasillos que conformaban el edificio hacía imposible seguir la pista de alguien cinco metros más allá de la puerta de vidrio. Un laberinto vacío, como una broma macabra del destino a los que había consignado vivir allí: el veintitrés musas.

El edificio, una construcción románica en ruinas a veinte metros frente a la mar, fue adquirido a principios de este siglo por una familia francesa adinerada, como segunda residencia. Lo reconstruyeron respetando los materiales y los planos con los que se había levantado. Al finalizar las obras, se dieron cuenta de que se trataba del panteón donde habían enterrado a los caídos de una guerra civil; algunas hipótesis apuntan hacia desavenencias de un clan, por la similitud de los huesos encontrados, aunque había ocurrido antes de que se tuviera constancia histórica.

El primer verano que pasaron allí murió ahogado el bebé de la familia y nunca regresaron. A los treinta años de estar el edificio abandonado, el estado lo expropió y fue cedido a unos jóvenes científicos de una universidad cercana, que estaban realizando un proyecto sobre la mente femenina, y acondicionaron el espacio para internar a treinta actrices, con el pretexto de experimentar nuevas técnicas de interpretación. Investigaban la histeria. Espiaban su comportamiento cotidiano y les proponían los roles que ellos suponían más aterradores, según la historia personal de cada una, y tomaban datos para el estudio durante la catarsis. La investigación duró tres años. Para cuando acabó, sólo siete de ellas se atrevieron a salir de allí. En vistas de lo ocurrido, el estado se hizo cargo económicamente de la situación y decenas de doctores y enfermeras se solidarizaron. Voluntarios de todos los países acudían a visitarlas y pudieron amueblar el edificio con la subvención de artistas, especialmente escritores, que alquilaban las habitaciones para poder convivir con ellas como fuente de inspiración, de ahí el nombre con el que se conoce actualmente el loquero.